LA PROMESA CUMPLIDA - Talleres Liebre Lunar
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LA PROMESA CUMPLIDA

Esta crónica de viajes es una muestra de la pluma llena de detalles y expresividad de la escritora. No oculta su trayectoria como documentalista.

LA PROMESA CUMPLIDA

Por Patricia Castaño

Taller Cómo contar una vida, Memoria y ficción, a cargo de Mariana Serrano Zalamea

 

El encierro durante esta pandemia me hizo recordar a una insólita mascota adquirida en una también insólita situación.

Daniel mi hijo mayor tenía nueve años y su hermana Sylvia tenía siete. Por razones de trabajo, yo debía ir a Mitú en el Vaupés en una avioneta y pensé en que sería una maravilla poder llevar a mi hijo a este viaje de aventura. Cuando se lo propuse, a él no le hizo tanta gracia como yo esperaba; en cambio Sylvia si se entusiasmó muchísimo, pero me pareció que estaba muy chiquita y además sabía que otro niño de la edad de Daniel nos acompañaría en el viaje. Ante la frustración de Sylvia, que se quedó llorando, le prometí que le traería un mico pequeño; pensaba en un mico de esos que mi tía Pepa siempre tenía en su casa: se mecían en las cuerdas de las cortinas y los llevaba a vespertina en el cuello de su abrigo camel.

Así que me fui con Daniel por tierra hasta Villavicencio donde tomamos una avioneta que en pocos minutos volaba sobre un tapiz infinito de verdes, surcados por un río serpenteante, bajo un nítido cielo azul (tal como lo hubiera descrito José Eustasio Rivera, si hubiera viajado a la selva en avioneta). Pero de pronto, una nube densa apareció de la nada frente a nosotros y nos engulló, literalmente. Cuando nos escupió de nuevo, sobre el denso y verde tapiz, observé que el piloto miraba hacia abajo, luego hacia su mapa, mientras piloteaba la avioneta en círculos y no en línea recta. 

Para nuestro estupor, pidió que lo ayudáramos a buscar el río, que era nuestra guía y se le había perdido. ¡La avioneta no tenía más instrumentos que la brújula y el río! Yo, que me asusto por pendejadas, soy muy tranquila en situaciones de riesgo real: me lo he demostrado en aviones y barcos en crisis; en cambio el médico, compañero de viaje con su hijo, ¡se puso lívido y se paralizó! Yo, muy valiente, me puse a buscar el río como pedía el piloto; finalmente apareció, claro, sin mi ayuda. 

Aterrizamos en Mitú, en medio de la humedad y la selva talada. Recorrimos el pueblo y paseamos por la orilla del río, donde una larga serpiente a mitad del camino nos aterró: estaba muerta y era la broma de unos niños indígenas a los incautos visitantes. La experiencia para los dos niños fue maravillosa y siempre me quedó la tristeza de que Sylvia no la hubiera tenido también.

Mitú no tiene acceso por tierra, solo había una vieja camioneta blanca. Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial, los gringos vinieron y construyeron una en muy poco tiempo, para conseguir el caucho que los japoneses les había bloqueado en Asia. Pero pronto, después de la guerra, la selva se la tragó, porque los ríos, grandes y pequeños, cambian de rumbo, se crean las madreviejas y los puentes pierden los cauces que debían pasarles por debajo. Hoy casi nadie recuerda la existencia de esa carretera.

Al día siguiente fuimos en lancha a visitar un internado indígena en otro caserío; un viaje precioso por el inmenso Vaupés, recorrimos las extensas superficies de vegetación selvática a lado y lado. El internado para niños y niñas era muy grande, construido en madera. Esos internados son la única manera de llevar a estudiar a los niños que viven aislados y dispersos por la selva. Este era manejado por el Ministerio de Educación con profesores y profesoras y no por religiosos que era lo común en este tipo de instituciones. 

Allí tenían una guacamaya con los colores de la bandera que andaba por el caserío cercano al internado, pero no intentaba volar. Me explicaron que había sido herida y nunca podría volver a hacerlo; por eso estaba en riesgo: si se quedaba deambulando por ahí podía morir a manos de los perros o aún de los mismos niños. Hasta ahora yo no había visto ni un mico, ni grande ni chiquito; tenía que cumplirle la promesa a Sylvia; así que les propuse llevármela y cuidarla. 

¡Y ahí comenzó la aventura!

La metieron en un canasto tejido en palma y cuando llegamos a Mitú, ya lo había destruido; sin embargo, logramos mantenerla tranquila, suelta en un quiosco, durante la noche. Cuando abordamos la avioneta al día siguiente, la pusimos en otro canasto y éste en una caja de cartón, que se ubicó en la parte de atrás de la avioneta. Daniel quedó encargado de lograr, desde la segunda fila de sillas, que la guacamaya se quedara dentro de su improvisada jaula; para ello, tenía que blandir de lado a lado su cachucha. ¡Mi preocupación era la de que no se distrajera al piloto con el aleteo y los graznidos de un pajarraco de alas casi del tamaño de la cabina de la avioneta! 

La tarea era casi imposible: ¡a mayor esfuerzo de Daniel con su cachucha, mayor desesperación de la pobre guacamaya que picoteaba el canasto y buscaba salir a toda costa! Los dos niños no sabían qué más hacer. Fue ahí donde Daniel tuvo una epifanía que habría de acompañarlo por el resto de su vida: “¡Mamá!, ¡lo que pasa es que usted es loca, loca! ¡A quién se le ocurre traerse de la selva, en una avioneta, a un pájaro de este tamaño!”. “Mi amor, le prometí a Sylvia…”. “Claro, pero le hubiera conseguido un pajarito así, chiquito (me señalaba el tamaño ideal con sus dedos) ¡pero no, tenía buscar el más grande y escandaloso! ¡¡Además, no sé qué vamos a hacer con él en un apartamento en Bogotá!!”, sin duda esa era una buena pregunta.

Cuando aterrizamos en Villavo, la sacamos y yo traté de darle agua en unas tapitas pequeñas de las que le era imposible beber; hacía lo posible para que no fuera evidente nuestra presencia con ella mientras sacaban el equipaje y llegaba la camioneta que nos traería a Bogotá. En ese trayecto el jaleo siguió siendo el mismo; ¡Daniel no me dirigía la palabra y la tarea seguía siendo irrealizable, nada convencía a la guacamaya de mantenerse a buen recaudo! Nos detuvimos en Cáqueza a comer fritanga; eso le mejoró un poco el humor (Daniel con hambre no acepta razones) y seguimos hacia Bogotá a cachuchazos con la testaruda guacamaya. 

En algún momento, Daniel dijo: “¡No aguanto más, que haga lo que quiera!”. Yo ya ni traté de insistir, pero temí la debacle. Sin embargo, cuando la guacamaya se salió del canasto semi destruido, se situó cómodamente sobre la caja de cartón y quedó frente a la ventana mirando el final del atardecer y, muy pronto, la silueta encendida de los edificios del centro de la ciudad: iba tranquila, como fascinada. 

Nos tomó un largo y tenso viaje desde la selva, por aire y por tierra, descubrir que la guacamaya solo quería sentirse libre, encima del canasto y no dentro: poder salir de ese encierro que ella ni merecía, ni necesitaba, y mostrarnos que, si estaba libre, podía portarse bien durante el viaje. 

En una próxima entrega contaré cómo vivió la linda guacamaya de Sylvia en la carrera 7 con 79; cómo tuvo un compañero de color azul, con el que conversaba desde el amanecer; quién se encargó de cuidarlas y bajar al parejo guacamayo azul de los gigantescos arboles de la embajada de España a donde cada rato se iba para tener una buena vista de la ciudad y la sabana.



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