01 Sep CUERPOS Y ESCRITURA
Texto para MASTER CLASS en Liebre Lunar, 29 de agosto 2020
No hay una sola verdad, la vida es insegura, inestable; también la escritura. A la hora de escribir me interesa entrar en la búsqueda de esa verdad de otro; el gran aprendizaje es cómo mirar intensamente, como no ser un mero espectador. Lo más político del asunto es poner en cuestión mis certezas; lo que une al arte con la política es la posibilidad de establecer disenso, cómo salir de uno mismo para mirar desde otros. Busco detalles (la creación está en los detalles), los grises, los bordes, lo incierto, lo incómodo. Todo es importante pero el narrador y su punto de vista son lo más importante de todo. Un relato (también en mi caso un poema, porque mis poemas son también relatos) es una voz al oído, en la oralidad está el lugar más vital de una lengua, también el más inestable, el más inseguro, el más difícil de apresar. Cómo volver verdadera una voz, es el desafío, de modo que estoy muy atenta a los registros del habla, a los matices que eso tiene, porque en el matiz aparecen las convicciones, contradicciones, conocimientos y confusiones de la voz que narra. La literatura es memoria no solo histórica, sino también memoria del cuerpo, de la vida cotidiana, de las mujeres de la casa. Memoria, diría Marc Augé, llena de olvido fecundo, que opera por una selección que no es gratuita, que es ideológica. Esa memoria es un río subterráneo que a veces irrumpe y sale a la superficie para volver a hundirse, que va y viene, pero no deja de estar en nosotros porque hay un saber que está en el cuerpo y rebrota. Esa voz social tarde o temprano regresa, del mismo modo en que regresa una y otra vez, en los procesos individuales, lo reprimido hasta que se hace un lugar en lo consciente. Las formas del arte que más me interesan son las que nos conectan con esa zona subterránea: un individuo que yendo hacia sí mismo logra extraer algo de la voz social; por eso, en los mejores momentos de los mejores escritores, quien habla por ellos es una sociedad.
En cuanto a mis libros, parecen más autobiográficos de lo que son, creo que eso tiene que ver con el modo de trabajo. Entra lo biográfico porque es casi imposible que no entre en una ficción, pero a la vez, si uno intentara ser fiel a lo biográfico, sería difícil escapar a la fabulación. No creo en las trasposiciones, creo en el trabajo de escritura, en la cocción que la escritura hace con la vida. Todo comienza con ciertos relámpagos de vida de otros que me llaman la atención porque en algún punto, todavía desconocido, se vinculan con algo muy propio. Después viene un arduo acto de magia: lograr que lo que veo se vuelva visible para otros. Lo
que me atrae: escenas que presentan un ligero desacomodo/
disfunción/corrimiento de lo habitual, o que contradicen preconceptos que hasta entonces yo tenía sobre ciertas cuestiones. No me interesa lo que escandaliza ni tampoco lo verdaderamente extraordinario, me atrae más lo que es apenas un poco extraño, lo que se esconde bajo las apariencias, lo extraordinario o lo oscuro que habita en la vida de todos y que sólo con mucha atención, a veces, se deja ver. El huevo es el descubrimiento involuntario de una escena, después voy cavando ahí hasta que algo que todavía no conozco se revela en un sentido casi fotográfico. Hay una frase de Demócrito de Abdera que siempre recuerdo: «todo está hecho
de azar y necesidad», porque si bien el comienzo es azaroso, luego lo que me guía y empecina es la sospecha de que ahí se esconde una verdad personal. En ese alambique se fusionan experiencia e imaginación, lo
ficcional y la (propia) vida. Nunca escribí historias reales, pero tampoco puramente imaginadas. Todo lo que hice condensas situaciones que vi o escuché en oportunidades y tiempos diversos y también hay mucho autobiográfico que se filtra, pero nunca como un propósito sino de un modo que llamaría estallado (como si se rompiera un vaso en miles de
pequeñísimos fragmentos y esos fragmentos se desparramaran en el texto y ya no pudiera quitarlos y a veces ni siquiera reconocerlos). La imaginación es un vuelo que nunca se aleja del todo de la experiencia y, como dijo
Wallace Stevens en su Adagia, «lo real sólo es la base. Pero es la base». Yo creo eso.
La ficción es entonces el paso de lo crudo a lo cocido; hay una materia cruda que es la vida, que no está toda junta, que esta dispersa y que la escritura cuece, amasa, fusiona. Reciclado y cocción de ingredientes muy diversos; la gracia está en que no se noten los ingredientes ni se vean las costuras. La identidad atraviesa de diversas maneras lo que he escrito, tal vez porque soy hija y nieta de inmigrantes que perdieron su lugar y aquí se buscaron a ellos mismos; algo de esa nostalgia que me circundaba le dio un tono a mi relación con el mundo. En los pueblos de donde provengo, la gente añoraba algo ilusorio también y bien sabemos que la escritura nace de la falta, que la palabra aparece cuando no está la cosa.
La maternidad me atraviesa en mi condición de madre y de hija, me hace mirar más allá también a mis abuelas y a otras mujeres reales que entraron a alimentar mi imaginario con sus relatos. Ese traspaso generacional me atraviesa, de igual modo que la temprana tensión (ya tan percibida en mi madre) entre la mujer y la madre. Pero no importa el camino sino el caminante. Hay quienes necesitan conocer el trazado antes de salir de casa, llevan mapas, evalúan puntos cardinales, necesitan saber hacia dónde van y como termina el recorrido. Otros nos largamos a caminar por algún impulso que a veces llega y, como llega, muchas veces también se va, sin que sepamos previamente dónde está el camino, que a veces apenas si es sendero, apenas si huella. Soy una de esas que se largan a ciegas, llevo brújula (emoción y deseo de comprender), eso sí, y esa brújula suele llevarme a alguna parte. A un lugar que siendo de otros, siempre tiene mucho de mí.
La primera línea es un regalo del cielo, al resto hay que transpirarlo. El regalo es una imagen, una escena o una frase, algo de pronto recordado o soñado o imaginado, y si estamos de suerte, tal vez ahí ya este el comienzo de una voz en el oído, un tono, una intensidad. Si el deseo y la curiosidad y la energía y la disponibilidad de tiempo me acompañan, sigo ese hilo, eso incipiente, intentando ver hacia donde me lleva. Muchas veces llego a un sitio que no conduce a ninguna parte, entonces es hora de dejar el archivo, de volver la mirada hacia otras cosas. Algunas veces el azar o la persistencia ponen otra vez (al cabo de días o meses o años) ese hilo en mis manos y llego finalmente a algún sitio. Cuando eso sucede me sorprendo del camino recorrido, un camino no del todo consciente, por momentos bastante incierto y no del todo mío. Lo que más me asombra es descubrir que por recorridos muy sinuosos, muy sesgados, ciertos aspectos de mi misma que desconocía, aspectos no conscientes, se las ingenian para salir a flote, para cicatrizar o ponerse otra vez en carne viva. Se trata siempre de algo que se vuelve más humano, que –me parece- me vuelve también a mi más humana, es decir con mayor capacidad para comprender algo de mí y de otros.
Claro que, para abrir(se) en la huella, para llegar a alguna parte en medio de la incertidumbre, para que el andar tenga su levedad y su hondura, hace falta oficio. A aprender, enseñar y perfeccionar el oficio le he dedicado muchas horas de mi vida. Hay una tensión fundamental ahí. Una potencia. Para escribir (como para bailar o cantar o pintar) necesitamos del oficio como del pan y al mismo tiempo hacerlo de oficio, hacerlo como un mecanismo, es lo que más nos aleja de lo que deseamos. En esa lucha entre conocer el oficio para ponerlo al servicio del deseo y someter el deseo a una escritura de oficio está, me parece, el fermento de una obra.
Maria Teresa Andruetto