PASO TRAS PASO - Talleres Liebre Lunar
Nuestros talleres son espacios para el desarrollo cultural y creativo de personas y comunidades, dirigidos tanto a quienes tienen una vocación artística, como a quienes desean potenciar sus capacidades sensibles y creativas.
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PASO TRAS PASO

Este texto de Felipe Quiñones es una buena muestra de una voz con gran capacidad expresiva para registrar la vida urbana desde un registro memorioso y autorreferencial. El tránsito constante entre los pensamientos, las sensaciones y lo que pasa afuera permite situarse en los lugares, en la mente y lo que siente el narrador: en lo que simbolizan y significan los espacios para él.

PASO TRAS PASO

Por Felipe Quiñones 

Taller Cómo contar una vida, Memoria y ficción, a cargo de Mariana Serrano Zalamea

Me voy al balcón de nuevo porque no quiero pensar en presidentes ni en ministros. No quiero pensar en nada. En mi mente un árbol cualquiera me hace ojitos. Ya voy, ya voy, le digo. Afuera todo brilla como un oasis. Arriba las campanas de viento de mi vecina cantan “hay qué calor, ay qué calo, ahí qué calorr” y se ríen desparpajadas, sin vergüenza de su mala ortografía. Cuando estaba en el colegio quería ser el mejor en español, saber gramática y hasta casar las mejores notas. El que tenía mejor ortografía se apellidaba Ramírez y terminó siendo economista. Yo igual nunca le pegué a una en el colegio. La única vez que fui a pelear, llegó Alberto, precisamente el profesor de español y nos separó, afortunadamente, porque mi contrincante era un año menor que yo y me hubiera hecho queda como un zapato.

¿Será que salgo a caminar? Afuera haría lo mismo que adentro ¿Me como un brownie? En la calle una domiciliaria le pregunta al celador por una dirección, está lejos, pienso. Alzo la vista. Las montañas están impávidas, el cielo está en tregua. Apuesto que si un brownie se extravía en mi boca voy a hacer lo mismo que si no me lo como. Apostar es un juego, a menos que uno se lo tome en serio. Como la vida. Ya sé. Voy a almorzar y después voy a salir al parque. Un tipo de camisa morada, botas y jean alto pasa por la acera comiéndose un croasan. Está muy bueno o ha rescatado un pensamiento en el aire, porque mira al cielo agradecido. Me encuentra sentado, vigilándolo, escaneándolo, cargando, procesando y analizando su diferencia. Bajo la cabeza por miedo a que me crea la vieja chismosa de la cuadra. Sigue su camino como si nada, como si lo único que pasara fuera papilla de croasan por su garganta. Detrás llega un señor, con su hijo revoloteado alrededor, a cantar una melcochuda canción cristiana ¿Tengo otra opción que no sea el brownie? “En la gloria de Dios vendrá bendición y abundante paz”. ¿Dónde, cuándo? Voy a la nevera y me como un brownie. 

Finalmente salí a caminar. Mi papá es un caminante de distancias minúsculas. Da el primer paso dudando, al segundo ya trota y los pocos pasos más uno cree que se va lejos para siempre y es imposible hacerlo cambiar de decisión. Justo cuando lo empiezo a extrañar, da media vuelta y vuelve a empezar. Yo, en cambio, hago lo mismo que él, pero cuadras a la redonda. Salgo casi con fastidio del edificio y al primer parque que veo me voy animando. Llegué hoy al parque detrás de Pérez, un compañerito del colegio con el que me soñé el otro día. Con él y con Palomino. Qué sueño más raro, porque nunca fuimos cercanos. Además, él y el otro eran un pollo y un palomo nihilistas manejando en alto estado narcótico. Yo, una tortuga asustada por la velocidad del carro y las sirenas de la policía a nuestras espaldas. Antes de que acabara el sueño, nos estrellamos contra una bomba de gasolina. Ellos salieron saltando del vehículo en llamas como dos caricaturas, mientras yo me arrastraba en el pavimento viscosos sin mucha esperanza de sobrevivir. Por el parque pasan de vez en cuando familias caminando. A esta hora de mediodía, el viento mueve los árboles y sus sombras. También atraviesan perros con sus dueños. Hay tres bancas de madera de lado a lado, enfrentándose, yo estoy sentado en una esquina. Casas de otra época rodean el espacio y entre los matorrales y la maleza que se fugan con rebeldía de los jarillos todavía alcanzo a ver el pico de la montaña al oriente. A lo lejos una ambulancia pide pista, aunque si me concentro solo escucho el rumor del viento, el canto del pájaro que da cuerda al mundo y el zumbido de los insectos que se acercan con curiosidad.

  Me levanto sin razón, por instinto, y bajo por la alameda de lo que alguna vez fue un río. Hace cientos de años un muisca debió seguir mis pasos en silencio. Ahora el agua fluye por un canal que a pesar de toda la mugre que arrastra no pierde el brillo gris del cemento. Al otro lado del canal, viven mis pamás, en el apartamento donde viví desde pequeño hasta hace algunos años. Recuerdo que no me gustaba que me llamaran a pedirme indicaciones para llegar a mi casa, pues, la instrucción más clara era “el edificio que está al lado del caño”. Sigo por la alameda, acompañado de urapanes, sauces, saucos, pinos, eucaliptos, magueyes y mezcales. Sobre ninguno de estos árboles se encaramó ningún muisca, son extraños para esta tierra, que, sin embargo, recibe en el humedal toda la mierda que recoge el agua desde el pie de la montaña. Me escondo entre la vegetación y veo pasar la gente. Quisiera ser el perro de esa dueña. No, no, más bien quisiera ser la dueña sin perro. Luego de un rato, un bicho fluorescente se me para en la mano. Me recuesto sobre un tronco con cuidada para que no se vaya y me digo a mí mismo: soy hoja, soy hoja, soy la hoja que no se ha caído desde que habitaban los muiscas. Cuando alzo la mano para ver de nuevo al bicho me encuentro con un gusano de color roma. Lo detallo. Me lo paso de dedo en dedo, me hago su mundo.  Me llevo la mano a centímetros de mis ojos. El gusano se erige en una columna y se estira quizás para verme. Wha, wha, le escucho decir. Alcanzo a ver su cabeza, amarilla, sus ojos, naranjas. Pero se cae, tal vez de miedo. Clavo la mirada en el piso. No lo encuentro, pero paseando como señorita en París va una araña entre la hierba. 

Por algún momento creí que el gusano me hablaba. No sé, me parece inverosímil. Es hora de volver a mi casa. Tomo otra ruta, una que pasa por enfrente del edificio donde crecí y todavía viven mis mapás. Más allá, paso por el poste donde me acostaba a llorar la borrachera sin que nadie se enterara. Luego, por el parque al que iba a las cuatro de la mañana a hacer ejercicio antes de salir a trabajar. Eso era antes, cuando el olor del caño solo se lo aguantaban solitarios y desperados. Tal vez debería irme de aquí, he caminado tantas veces por estas calles que me veo de niño en cualquier esquina como un fantasma que no sabe que ha muerto. Supongo que dentro de unos años este día será una época de mi vida y no solo un día, una época en la que hablaba con los gusanos y aprendía a caminar con elegancia como las arañas. 



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